Las
potencias occidentales han apostado hasta ahora por una guerra del desgaste en
Siria
En
círculos diplomáticos se considera que si algún bando gana, Estados Unidos
pierde
Siria
lleva 2 años intervenida por actores regionales e internacionales
Se habla de una inminente
intervención militar en Siria. Hay quien lamenta que no se haya producido
antes, que Estados Unidos y sus aliados no “reaccionaran” hasta ahora. No ha
sido desinterés, sino más bien una apuesta estratégica calculada.
Desde hace más de dos años
Rusia e Irán apoyan militarmente al régimen sirio. A su vez, diversas potencias
occidentales, así como sus aliados en Oriente Medio, intervienen en Siria de
forma más o menos subterránea, proporcionando armas e información de
inteligencia a los rebeldes. Francia y Estados Unidos, entre otros, han
suministrado ayuda militar a los grupos armados de la oposición. La CIA y los
servicios secretos británicos trabajan en el terreno apoyando a los rebeldes
sirios y aconsejando a los países del Golfo sobre los grupos a los que deben
armar.
El material bélico
facilitado a los rebeldes que luchan contra Assad ha llegado principalmente a
través de los países del Golfo y Turquía, y ha sido medido con precisión desde
2011, para que estos no dispusieran de armamento pesado. De este modo los
‘rebeldes’ han podido herir pero no tumbar el gobierno de Assad; han contado
con capacidad suficiente para resistir pero no para vencer. Y así, el conflicto
se ha mantenido en un nivel que permite a ambos bandos sobrevivir,
desgastándose. Es el punto muerto, la situación indefinida que hasta ahora ha
convenido a algunos actores internacionales involucrados de un modo u otro en
el conflicto.
No es algo nuevo. En los
años ochenta, cuando estalló la guerra entre Irán e Irak, Washington
proporcionó apoyo, armas e información militar a Bagdad, y de hecho Sadam
Hussein empleó gas sarín estadounidense contra población iraní y kurda. Pero en
una estrategia de doble juego EEUU también facilitó secretamente armamento a
Irán entre 1985 y 1987 a través de una red de tráfico de armas estadounideses e
israelíes organizada por la CIA.
Con los beneficios de ese
negocio, Washington apoyó a la Contra nicaragüense y a la guerrilla afgana que
luchaba contra las tropas soviéticas en Afganistán. La operación fue conocida
con el nombre de “Irangate”. De este modo Estados Unidos contribuyó a la
prolongación de la guerra entre Bagdad y Teherán, con el propósito de desgastar
a dos países estratégicos y con petróleo y de dejarlos fuera de juego. Si ambos
perdían, Washington ganaba.
La
búsqueda de una partida de ajedrez en tablas
En el caso sirio se
considera que si algún bando gana, Estados Unidos pierde (y con él, Israel). Es
la premisa aceptada en ciertos círculos políticos y diplomáticos occidentales.
Por eso se ha apostado por la guerra del desgaste, por el punto muerto, por una
situación indefinida. Ahora que Assad había tomado ventaja con respecto a sus
enemigos, la comunidad occidental anuncia un nuevo nivel de intervención en
Siria.
Así lo expresaba esta
semana, sin pudor alguno, Edward Luttwak, del Center for Strategic and
International Studies, en un artículo publicado en The New York Times:
“Un resultado decisivo para
cualquier bando sería inaceptable para Estados Unidos. Una restauración del
régimen de Assad respaldado por Irán aumentaría el poder y el estatus de Irán
en todo Oriente Medio, mientras que una victoria de los rebeldes, dominados por
las facciones extremistas, inaguraría otra oleada de terrorismo de Al Qaeda.
Solo hay un resultado que
puede favorecer posiblemente a Estados Unidos: el escenario indefinido.
Manteniendo al Ejército de Assad y a sus aliados, Irán y Hezbolá, en una guerra
contra luchadores extremistas alineados a Al Qaeda, cuatro enemigos de
Washington estarán envueltos en una guerra entre sí mismos...”.
La
espuma de las intenciones reales
Si viviéramos en un mundo
idílico podríamos creer en la bondad de la política internacional. Las guerras
serían esas misiones de paz de las que tanto hablan los dirigentes
occidentales, y los gobiernos se moverían impulsados tan solo por la defensa de
los intereses de los ciudadanos. Pero nuestro mundo dista mucho de ser idílico.
La Historia, esa gran
herramienta para analizar también nuestro presente, nos demuestra que a veces
las versiones oficiales de un gobierno son solo la espuma de sus posiciones
reales. Que detrás de posturas públicas aparentemente altruistas se esconden políticas
ilegales y criminales. Que por debajo de los discursos oficiales en nombre de
la defensa de los derechos humanos se mueven intereses económicos y
geopolíticos.
No
hace falta rebuscar mucho para encontrar ejemplos:
El apoyo de Estados Unidos a
los golpes de Estado y a las dictaduras en la Latinoamérica de los años
setenta; las mentiras para invadir y destrozar Irak, las excusas para invadir y
ocupar Afganistán, la negación sistemática de crímenes de guerra, de asesinatos
de civiles, la creación de centros de tortura diseminados por todo el mundo, la
aceptación por parte de Europa de los vuelos de la CIA, el uso de aviones no
tripulados -drones- para cometer asesinatos extrajudiciales, el empleo de
uranio empobrecido, la venta a armas a gobiernos evidentemente dictatoriales y
represores y así un largo etcétera.
Casualmente esta misma
semana la CIA reconocía algo ya sabido: Su papel detrás del golpe de Estado que
en 1953 derrocó al primer ministro iraní Mohamed Mossadeq, elegido
democráticamente y que había nacionalizado el petróleo iraní, hasta entonces
explotado por Reino Unido principalmente.
Recientemente también se ha
hecho público un contrato por el que Estados Unidos facilitará bombas racimo a
la monarquía absolutista de Arabia Saudí, que suministra armamento a los
rebeldes sirios.
Los
únicos árbitros
Las potencias occidentales
pretenden erigirse de nuevo como árbitro desinteresado al que hay que llamar
cuando las cosas se ponen feas. Se presentan a sí mismas como “solucionadoras”
de conflictos a través del uso de bombas y del impulso de operaciones militares
aparentemente “limpias, justas y breves” (eso dijeron de Irak, cómo olvidarlo).
EE.UU y sus aliados no
parecen dispuestos a esperar los informes de los inspectores de Naciones Unidas
antes de atacar Siria, lo que sienta un peligroso precedente.
El régimen de Assad es
responsable de represión, de miles de muertos, pero en este caso no se ha
probado aún que sea el autor del ataque con armas químicas. Podría serlo, de
hecho es uno de los seis países que no ha firmado la Convención de control de
armas químicas (su vecino, Israel, no la ha ratificado).
Pero lo serio -y lo legal-
sería esperar a las conclusiones de la ONU sobre el ataque y, tras ello, buscar
otras opciones alternativas al lenguaje de las bombas. De lo contrario se
estará apostando por una guerra nuevamente ilegal, que no contará con la
aprobación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Si hoy Washington y sus
aliados actúan como "árbitros" para decidir si hay que atacar o no un
país, mañana otra nación puede reivindicar el mismo "derecho".
Las
otras "obscenidades morales"
El primer ministro británico, David Cameron, ha
dicho que el ataque con armas químicas en Siria es algo “ absolutamente
aborrecible e inadmisible”, el presidente francés François Hollande ha
anunciado que “Francia castigará a los que han gaseado a inocentes” y el
secretario de Estado estadouniense, John Kerry, ha afirmado que el uso de armas
químicas es una obscenidad moral.
Cabe preguntarse si el
empleo de fósforo blanco en Faluya (Irak) por EE.UU no es una obscenidad moral
ni un acto "aborrecible, inadmisible". Es legítimo plantearse si no
sería pertinente, por tanto, castigar, tal y como Francia ha defendido, a los
que han gaseado a inocentes, como Israel en Gaza o Estados Unidos en Faluya.
Que hable de obscenidades
morales un Estado que en tan solo la última década ha asesinado, herido,
torturado, secuestrado o encerrado sin cargos a cientos de miles de personas es
cuanto menos llamativo. Que potencias que legitiman secuestros, torturas,
asesinatos extrajudiciales y cárceles como Guantánamo traten de erigirse una
vez más como adalides de los derechos humanos y las libertades resulta un tanto
delirante. Y que un Premio Nobel de la Paz vaya a apostar una vez más por la
vía militar demuestra el marco orwelliano en el que nos hallamos.
En medio del laberinto de
intereses internos, regionales e internacionales se encuentra la población
civil siria, castigada por la violencia, dentro de un conflicto del que también
son responsables los actores regionales e internacionales implicados desde el
inicio.
En estos dos últimos años,
la guerra en Siria ha provocado 100.000 muertos y dos millones de refugiados,
de los que más de un millón son niños. Pero parece que estas muertes y estos
desplazados no eran hasta ahora una obscenidad moral.
Hay muchas preguntas que no
se están respondiendo:
¿De qué forma ayudarán las
bombas occidentales a la población siria?
¿Cómo van a evitar víctimas
civiles (teniendo en cuenta además los trágicos precedentes)?
¿Se ha valorado que una
participación abierta de varios países en el conflicto podría elevar el nivel
de confrontación en la región?
¿Cómo evitarán el empleo de
más armas químicas en en el futuro?
Y después de esos dos días
de ataques, ¿qué? ¿De nuevo la guerra de desgaste, el escenario indefinido, la
intervención subterránea?
O por el contrario, ¿más
bombardeos, más ataques, más guerra presentada, en pleno siglo XXI, como vía
para la paz, mientras se da la espalda a otros caminos, a otras políticas?
Fuente:
No hay comentarios:
Publicar un comentario