RETOS Y
OPORTUNIDADES DE LAS IZQUIERDAS LATINOAMERICANAS
Nils Castro
Fecha: 13 de mayo de 2012 22:21

Intervención en el acto de lanzamiento del libro Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear, editado por la Universidad Nacional de San Martín. El evento se celebró el 10 de mayo, en Buenos Aires, Argentina, en la Casa de la Patria Grande "Presidente Néstor Kirchner", dedicada a promover el desarrollo de la cultura política y la solidaridad latinoamericana.
En la actualidad hay gobiernos
progresistas o de izquierda democrática en la mayoría de los países
sudamericanos y en dos países centroamericanos. Ellos son expresiones de una
diversidad que resulta de distintas realidades y procesos nacionales pero,
aunque representan diferentes modelos político‑ideológicos y programáticos,
coinciden en algunos rasgos muy importantes.
Estos gobiernos son producto de
los rechazos sociales y electorales a las calamidades socioeconómicas y morales
provocadas por la imposición del neoliberalismo. En unos países, esos
repudios llegaron a ser tan masivos que hicieron colapsar al sistema político
tradicional y posibilitaron reformas constitucionales que buscaron “refundar”
el Estado[1]. Allí esos gobiernos ahora tienen mayor poder
institucional y pueden tomar decisiones más radicales. En otros lugares, esos
gobiernos llegaron adonde están a través de elecciones realizadas dentro del
viejo sistema político. Por lo tanto controlan menos poder institucional y
siguen políticas más moderadas[2].
Lo que todos tienen en común es
su origen antineoliberal y, por consiguiente, su aspiración a recuperar mayor
soberanía y autodeterminación, así como reconocer las responsabilidades
sociales del Estado. Es decir, mejorar la distribución de la riqueza, la
justicia y la equidad sociales, fortalecer la salud y la educación públicas, combatir
la discriminación y la corrupción, ampliar los derechos ciudadanos, etc. Eso
ahora facilita el diálogo y la concertación entre dichos gobiernos, como lo
refleja el fortalecimiento del Mercosur, la formación de la UNASUR, la
constitución del ALBA y, más recientemente, la creación de la CELAC. Estas
iniciativas han podido avanzar porque en cada uno de esos grupos regionales los
gobiernos progresistas ejercen una influencia preponderante.

Así, a nivel gubernamental ha
progresado la formación de varios foros de diálogo, concertación y cooperación.
Ello se ha logrado a través de un manejo pragmático y gradual de las
coincidencias e iniciativas de los gobiernos progresistas, abordando asuntos de
interés general que hacen factible involucrar asimismo a los gobiernos más
conservadores. Sin embargo, el progreso no ha sido igualmente notable en
nuestras agrupaciones regionales de partidos y movimientos políticos.
La cuestión está en que la
elección de esos gobiernos progresistas no resultó de los atractivos de ofrecer
una propuesta de nuevo tipo. Surgió del repudio colectivo al deterioro social y
moral que las imposiciones neoliberales le han causado a nuestros pueblos. Así
pues, estos votaron contra lo que existía, no a favor de un proyecto
alternativo. Y esa respuesta social rechazó tanto a la situación existente
como a los partidos, discursos o liderazgos que se habían prestado a
administrar y justificar aquellas imposiciones y sus consecuencias.
Pero, además, en la mayor parte
de los casos ello sucedió en circunstancias de reflujo de la cultura política
de la mayor parte de los electores, a lo cual contribuyó un conjunto de
factores que ya conocidos: Los efectos de la abrumadora ofensiva
neoconservadora desatada durante los regímenes de la señora Tatcher y el señor
Reagan, la claudicación de los liderazgos socialdemócratas que abandonaron
sus principios históricos para supeditarse al reinado neoliberal, así como
la extinción de las ilusiones guerrilleras, el desmoronamiento del llamado
socialismo real y la irrupción temporal de una hegemonía unipolar, lo que no
solo ocasionó secuelas políticas, socioeconómicas y militares, sino también
equívocos efectos psicológicos, intelectuales y culturales.
Si comparamos las corrientes
político‑ideológicas más activas de América Latina en los años 60 y 70 del
siglo pasado con las que vinieron después, se constata que en las primeras el
denominado “factor subjetivo” del proceso revolucionario estaba mucho más
desarrollado que el “factor objetivo”, aunque lo estuviera en la dirección
equivocada. Había proyectos revolucionarios que –acertados o no– eran capaces
de movilizar audaces vanguardias políticas, dispuestas a tomarse el cielo por
asalto a despecho de cualquier riesgo.
Para citar un ejemplo
paradigmático, cuando el Che Guevara se alzó en Bolivia, las
estadísticas latinoamericanas de pobreza, explotación, hambre y marginación
eran dramáticas, pero menos graves de lo que llegarían a ser en los años 90. En
otras palabras, cuando arribamos a los finales del siglo llegamos a tener
mayores razones objetivas para rebelarnos, pero ya no quedaban proyectos
revolucionarios que encaminaran la indignación social en ese sentido[3]. Por lo contrario, en los años 90 ese género
de proyectos se había desvanecido sin que otros los remplazaran.
Así, cuando el disgusto de una
gran masa de ciudadanos rompió con los actores políticos tradicionales y buscó
otras vías, las halló en rebeliones urbanas que defenestraron gobiernos sin
haber concebido y preparado otras opciones. Más tarde, encontrando inesperados
liderazgos de nuevo tipo, o revalorando algunas organizaciones que ya habían
venido constituyéndose, como el Frente Amplio uruguayo o el PT brasileño. Por
consiguiente, al volver a las urnas esa masa escogió un camino diferente,
no el camino revolucionario ni algún otro ya conocido. Eligió una alternativa
que creyó socialmente más comprometida, para cambiar la situación sin volver a
pasar por anteriores sobresaltos, autoritarismos, lucha armada ni
hiperinflaciones.
En consecuencia, esa masa
electoral generalmente votó por actores asociados a las izquierdas, pero no por
sus anteriores programas rupturistas. Y estos actores, a su vez, captaron
ese voto proponiendo programas de baja tensión, incluyentes y gradualistas para
solucionar los reclamos populares más inmediatos. En otras palabras, llegaron
al gobierno con la promesa de corregir injusticias y disparates, satisfacer
reivindicaciones y humanizar el desarrollo, pero sin haber esclarecido aún cuál
podrá ser la hoja de ruta para seguir de este punto hacia los ideales por los
cuales las izquierdas antes pelearon. Es decir, sin haber creado otro proyecto
estratégico con el cual ir más allá de rescatar principios éticos y resolver
las calamidades del tsunami neoliberal.
Con lo cual –de paso– se ha
renovado a un viejo antagonista. Porque las derechas y sus mentores, vencidos y
temporalmente desconcertados, no perdieron su poderío económico, social y
mediático, que ahora les facilita refrescar el aprovechamiento de sus ventajas
en el esfuerzo por recuperar el poder político probando un nuevo discurso,
imagen y mitos, que nosotros deberemos saber no solo desenmscarar, sino
superar.
Así las cosas, las izquierdas
latinoamericanas, ahora insertas en un mundo que con la actual globalización y
la crisis sistémica ya no volverá a ser el mismo, están frente a un nuevo
escenario. La hegemonía norteamericana ya es menos omnipotente, hemos
recuperado capacidad de autodeterminación y maniobra, tenemos un variado
repertorio de gobiernos progresistas pero, entre tanto, aún no hemos
creado un nuevo proyecto de mayor alcance histórico. Este es un reto que
demanda un diálogo incluyente y constante, que busque a la pluralidad de
nuestras organizaciones y corrientes de ideas, en nuestra región y con las
izquierdas nacionales de todo el planeta.

Ninguna actitud sectaria puede
resolver esta situación. Intercambiar experiencias, ideas y cooperaciones entre
todas las corrientes progresistas es indispensable para fecundar nuestras
capacidades creativas, para producir proyectos confiables y factibles. Ya hay
una intelectualidad latinoamericana que lo anima a través de diversas páginas
de prensa y medios electrónicos. Pero es indispensable sistematizar ese impulso
en el interior de los partidos y movimientos, con frecuencia más ocupados en
resolver confrontaciones coyunturales que en desarrollar una nueva cultura
política y capacidad de previsión estratégica.
Hay fundamentadas razones para
ser optimistas. Desde cuando hace 10 años fracasó el golpe de las derechas para
derrocar a Hugo Chávez, América Latina ha probado distintas rutas y avanzado a
grandes zancadas. Hace poco, Jean‑Luc Mélenchon declaró que hace suyo el modelo
organizativo del Frente Amplio uruguayo y la propuesta ecuatoriana de la
Revolución Ciudadana, y tiene buenos motivos para decirlo[4]. De hecho, las iniciativas progresistas
latinoamericanas están creando objetivos y soluciones válidos para nuestros
hermanos de otras regiones del mundo.
Aunque no hemos dilucidado los
necesarios proyectos de mayor plazo, seguimos avanzando. Múltiples injusticias
se han corregido, millones de latinoamericanos han salido del hambre y la
pobreza, han adquirido ciudadanía y recuperado dignidad, y a naciones enteras
se les ha abierto un nuevo horizonte de esperanzas confiables. ¿Dónde
radica entonces el problema? Su naturaleza fue identificada y explicada
por unos de los mayores exponentes del genio creativo socialista, Antonio
Gramsci, hace casi 100 años.
No solo porque hoy gran parte de
Sudamérica pasa por una situación donde lo viejo está agónico pero lo nuevo que
deberá remplazarlo aún estamos formándolo. Más aún, porque una de las tareas
fundamentales que requerimos es volver a actualizar la cultura política
socialista de las grandes masas populares y con ellas encabezar los
acontecimientos. Superar el rezago de los llamados “factores subjetivos”,
para trazarnos una ruta más ambiciosa, adelantarlos a la dramática situación
objetiva y construirle soluciones factibles y sustentables.
Es decir, la misión de producir
contracultura y edificar una nueva hegemonía cultural que vaya más allá de las
actuales circunstancias, una cultura política nueva que pueda prender en las
masas y orientarnos por las rutas más apropiadas a cada perspectiva nacional.
Eso desborda el papel de los gobiernos progresistas. Los gobiernos administran
instituciones en condiciones donde no se puede hacer mucho más de lo que cada
situación les permite. Formular un nuevo horizonte, los vías para construirlo y
educar a las organizaciones populares necesarias para desbrozar esos caminos,
es tarea de los partidos y de las colectividades internacionales de partidos.
Si esto se hace o deja de hacer, y cómo se hace, es a los partidos y liderazgos
políticos a quien les cabe esa responsabilidad.
Pero esto no puede hacerse según
la batuta de ninguna instancia política transnacional, sino a partir de las
experiencias y perspectivas nacionales de nuestros propios pueblos. Es decir,
como expresiones y como vocación de un pensamiento nacional que, en el caso de
los latinoamericanos, no es excluyente sino solidario. Porque entre nosotros
ninguna causa material o simbólicamente grande es un ideal ajeno. Panamá
recuperó el Canal interoceánico porque esta fue una causa latinoamericana, como
la Argentina va a recuperar Malvinas porque este es un compromiso moral de
todos los latinoamericanos.
Durante más de medio siglo
nuestra América se fecundó con la llegada de ideas revolucionarias que venían
de Europa, de Norteamérica y de otras latitudes, que nos ayudaron a entender
mejor al mundo y a nuestras posibilidades. Como las ideas emancipadoras
aportadas por el liberalismo radical y el socialismo, entre otras. Sin embargo,
el caso no era el de “aplicarlas” a nuestras condiciones criollas sino el de
informar y animar el pensamiento propio, para que este despegara a conocer y
transformar nuestras realidades sin constreñirnos a copiar modelos foráneos,
meritorios pero nacidos para cuestionar realidades y expectativas diferentes de
las nuestras.
No faltaron quienes nos
advirtieran el imperativo de crear nuestras propias aspiraciones e
instrumentos. Esa es fue la materia del prodigioso ensayo de José Martíen Nuestra
América. Esa fue la pasión que movió a José Carlos Mariátegui. Esa
es, por supuesto, una de las pretensiones del libro que hoy presentamos en esta
casa de la Patria Grande. Sin embargo, no cabe concluir estas palabras sin
evocar a dos contemporáneos que supieron expresar esa idea en la obra de sus
propias vidas.
Uno, quien de la experiencia ya
vivida en anteriores tiempos del quehacer político hizo resurgir y renovar lo
más innovador para abrirle el camino a tiempos nuevos, como lo fue, con su
ejemplar compromiso y práctica humana, Héctor Cámpora, que no fue
solo el tío de tantos jóvenes argentinos, sino también el de los
millares de latinoamericanos que aún tenemos la memoria necesaria para avizorar
el futuro y el aspiración de contribuir a moldearlo juntos.
Y el otro, el pensador y maestro
de varias generaciones de latinoamericanos, Rodolfo Puiggrós, quien
conoció la Patria Grande como a la palma de sus manos, en cuyas líneas supo no
apenas leer el porvenir, sino enseñar a leerlo. Si bien otros ya habían
señalado que a esta América hay que interpretarla y orientarla con sus propios
instrumentos intelectuales y objetivos –como Martí al advertir que del mundo
deben ser los vientos que vengan a mecer las ramas del árbol, pero que nuestras
han de ser sus raíces–, nadie lo hizo con mayor claridad que Puiggrós al
afirmar que
América
Latina y la Argentina para salir del atolladero tienen que pensar y actuar en
función de América Latina, necesitan poseer, para ponerse a la altura de la
humanidad que nace, una ideología revolucionaria propia, es decir viva y
creadora, que se nutra de la ciencia y la experiencia mundiales para
superarlas, pero que sea el fruto de los gérmenes específicamente
latinoamericanos.
No
seremos libres de verdad y no salvaremos de la pobreza y la ignorancia a
millones de latinoamericanos, mientras esa ideología revolucionaria nuestra no
se adueñe de las masas trabajadoras y las haga artífices de las grandes
transformaciones sociales. El colonialismo ideológico siempre acompaña al
colonialismo económico y la liberación económica no es posible sin la liberación
ideológica.
La
creación de esa ideología que interprete las leyes de nuestro desarrollo
histórico y las tendencias progresistas y emancipadoras de las masas laboriosas
es, a mi entender, la tarea más apremiante y primordial que tenemos por delante
los argentinos y los latinoamericanos.[5]
Si en la vida hemos de asumir una
misión que le dé sentido a tenerla, esa es la nuestra. Y esta es la hora de
cumplirla.
[1]. Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[2]. Por ejemplo, no tienen mayoría parlamentaria,
el poder judicial sigue en manos de la derecha, tienen pocos medios para
contrarrestar a la prensa reaccionaria, etc.
[3]. Salvo los casos peculiares de Colombia y
Perú, que tienen explicaciones históricas y socioculturales específicas de
otros géneros.
[4]. “Tomé mis modelos en América Latina”,
entrevista concedida al periódico Página 12, Buenos Aires, 3 de abril de 2012.
[5]. En “Las izquierdas en el proceso político
argentino”. La Educación en nuestras manos, Edición Especial (Año
VII), Buenos Aires, p. 50-54.
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